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Fuente: Facebook oficial de Vice President JD Vance

Por qué V.P. Vance llamando «José» al Senador Alex Padilla no fue un accidente, también me ha pasado a mí


Por Carlos Antonio Flores

Hace muchos años, cuando comencé mi andadura en el mundo de los contratos de defensa, era joven, ambicioso y lleno de optimismo. Tenía una idea en la que creía: ayudar a mis compañeros a adquirir piezas de a bordo difíciles de encontrar. Con sólo veinticinco años, me entusiasmaba la idea de construir algo significativo.

Pero enseguida me di cuenta de que no encajaba en el molde típico del sector. La mayoría de mis compañeros y competidores eran hombres blancos mayores, oficiales militares jubilados o empleados veteranos de grandes contratistas de defensa. Yo era un joven empresario latino y, aunque reconocía que era diferente, nunca lo vi como una desventaja. Al menos, no al principio.

Cuando los posibles proveedores no me devolvían las llamadas o los correos electrónicos, lo atribuía a la realidad de los negocios. La gente está ocupada. No todo el mundo ve inmediatamente el valor que aportas. No me lo tomé como algo personal. Me centré en buscar soluciones. Decidí incorporar a dos socios blancos de mediana edad con una larga trayectoria en el sector. Casi de la noche a la mañana, las puertas empezaron a abrirse. Me devolvieron las llamadas. Respondían a los correos electrónicos. De repente, nos tomaban en serio.

Incluso entonces, no me permití preguntarme por qué. Me centré en los resultados. Si esta asociación nos ayudaba a abrirnos camino, eso era lo único que importaba, o eso creía yo.

No fue hasta un año y medio después cuando experimenté algo que me obligó a enfrentarme a una verdad incómoda. Durante una negociación especialmente tensa, uno de mis socios recibió un correo electrónico que más tarde me enseñó, un correo que se suponía que yo nunca debía ver. El mensaje decía: “Veo que eres el pájaro que canta. Dile a “José” que me llame para que podamos llegar a un acuerdo“.

Me llamo Carlos. Este individuo había hablado conmigo innumerables veces, más de cien llamadas. Sabía exactamente quién era yo.

Al principio, me encogí de hombros. Incluso intenté bromear con mi compañero: «Tú estás más enfadado que yo, y al menos ha acertado tu nombre». Pero mi compañero no se reía. Estaba furioso. 

Me miró a los ojos y me dijo algo que nunca olvidaré:

No te llama ‘José’ porque se le haya olvidado tu nombre. Lo hace porque le da rabia tener que negociar contigo. En su mundo, alguien que se parece a ti -un mexicano-americano- no debería estar sentado frente a él como un igual. José’ es su golpe sutil, su forma de recordarte a dónde cree que perteneces“.

Una parte de mi ingenuidad murió ese día. Aunque ya había sufrido microagresiones antes, esto era diferente. No era ignorancia. Era deliberado, tenía la intención de cortar.

Por eso, cuando hace poco oí al vicepresidente Vance referirse al senador Alex Padilla -alguien con quien trabajó durante años- como «José», reconocí la táctica al instante. No fue un tropiezo; estaba calculado, igual que el correo electrónico que recibí una vez.

Un nombre es algo más que una etiqueta: es algo profundamente personal. Cuando alguien utiliza intencionadamente un nombre equivocado -especialmente uno que evoca un estereotipo racial o étnico- rara vez es accidental. Es una forma de disminuir, de ejercer control, de recordarte que, a sus ojos, no eres totalmente igual. Eres «otro». El uso de «José» no fue un accidente; fue un acto calculado para socavar la autoridad de Padilla y recordarle las jerarquías raciales y culturales que siguen existiendo, incluso en los niveles más altos del poder estadounidense.

Cuando la dinámica del poder cambia y quienes están acostumbrados a los privilegios se sienten amenazados, suelen surgir formas sutiles de intolerancia. No siempre se trata de calumnias manifiestas o de discriminación directa; a veces está en el tono, en el lenguaje codificado o en algo tan aparentemente pequeño como equivocarse intencionadamente con el nombre de alguien. Es una afirmación: «No olvides quién eres y cuál es tu sitio».

Este tipo de microagresiones no sólo escuecen en el momento, sino que tienen un efecto acumulativo. Envían el mensaje de que, sean cuales sean tus credenciales y tus logros, tu identidad sigue siendo una barrera a los ojos de algunos. Y cuando estas tácticas son utilizadas por líderes en cargos públicos, hacen algo más que apuntar a un individuo: señalan a la comunidad en general que ese comportamiento es aceptable.

Para los latinos, y para todas las personas de color, estas pequeñas indignidades son un recordatorio de que nuestra lucha por la verdadera equidad y el respeto continúa, no sólo en la política, sino en los negocios, la educación y en todos los rincones de la sociedad. La verdad es que el racismo no siempre es ruidoso. A veces, susurra. A veces, sonríe. A veces, te llama «Jose».

Nuestro país está cambiando. Algunos ven progreso; otros ven amenazas a una estructura de poder que han controlado durante mucho tiempo. Pero no importa cuál sea tu posición política, debería haber un acuerdo universal en que la intolerancia, abierta o sutil, no tiene cabida en nuestro discurso público. Cuando nuestros más altos cargos electos se sienten lo suficientemente cómodos como para participar en este tipo de tácticas, no sólo se refleja en ellos, sino en nosotros como sociedad.

Debemos denunciarlo. Debemos compartir nuestras historias. Y debemos exigir algo mejor, no sólo a nuestros dirigentes, sino también entre nosotros. Porque la dignidad empieza con algo tan sencillo y poderoso como llamar a una persona por su nombre.

Sobre el autor: 

Carlos A. Flores es empresario y contratista de defensa residente en California, y colaborador de La Revista Binacional.