Por: Arnulfo Manríquez
Entre el 27 de abril y el 3 de mayo, cambié mi paisaje cotidiano por las colinas verdes de Piemonte, Italia. Aunque llegué por Torino, mi corazón se instaló en la región de Langhe, entre Barolo, Barbaresco y Alba. Renté un Fiat 500 pequeñísimo, dos puertas, seis velocidades, que me llevó con agilidad por caminos de viñedos, castillos y pueblos medievales. Era temporada baja, lo que facilitó encontrar hospedaje y restaurantes de todos los precios sin complicaciones. Desde lugares Michelin hasta joyas familiares escondidas, Piemonte me recibió con vinos y los brazos abiertos. Esta no fue una visita solo para probar vinos (aunque probé más de 50: Barolos, Barbarescos, Alta Langa, Dolcetto, Moscato, Roero, Franciacorta, entre otros).
Fue una experiencia de vida. Las colinas tenían un silencio que hablaba más que mil palabras, y la comida piamontesa, tajarin con trufa, carne curada, risotto al Barolo, te hace detener el tiempo. Comencé mi viaje en Barolo, donde el Nebbiolo manda.
En Massolino, Valentina me explicó por qué solo se planta esta uva en laderas del sur. Luego, en Cavallotto, Valentina 2 me guió entre barricas de roble esloveno de 42 años. Catorce vinos ese día. Cerré con cena en Ristorante Brezza y un Barolo Sour que me puso oficialmente en modo piemontés.



En Casa di Langa, mi base, las mañanas eran lentas: caminatas por su huerto, café con vista a La Morra y Nebbiolos creciendo al sol. En Alba me encontré con el Monumento di Alba, un gelato de avellana, y una vendedora llamada Enza que me convenció a comprar una colonia italiana (que sigo usando).
En Monforte d’Alba, cené en Le Case della Saracca, restaurante de piedra con siglos de historia y una carta que incluía un Podere Ruggeri Corsini Barolo Riserva Bussia 2016 que fue pura elegancia. Barbaresco me esperaba, y ni sabía que tanto me gustaba hasta este viaje. Empecé con Elena de Sottimano. Al inicio, estresada; al final, me regaló una botella de Fausoni 2021 para disfrutar en la alberca.
Luego, Michela en Produttori del Barbaresco me explicó cómo 53 productores se unen en una sola cooperativa. Grabé el etiquetado de botellas y descubrí la copa ideal para el Nebbiolo. Terminé en Castello di Neive, con Chiara guiándome entre salones del siglo XVIII. Uno de los momentos más mágicos fue el amanecer desde un globo aerostático sobre Barolo. Ver las colinas, los viñedos y los pueblos desde el cielo fue una postal que nunca olvidaré. Más tarde, en la piscina de Casa di Langa, con mi botella de Sottimano, creamos el “Langherrita”: bergamotto, naranja, ginebra y un toque de Moscato. Pura creatividad y sabor.



En DaMà, cena Michelin de cinco tiempos, cinco vinos y vista a los Alpes. En Osteria Veglio, gracias a Silvia Altare, probé cerdo negro y pork belly con vinos de la zona. Campamac y Fàula Ristorante fueron otros de mis favoritos, cada uno con su propia magia. El día final visité a Silvia Altare, hija de Elio, líder del movimiento Barolo Boys. Su filosofía: “La tradizione è un’innovazione ben riuscita.” La tradición es una innovación bien lograda. Me regaló historias, energía y cinco vinos inolvidables. Ella misma me consiguió mesa en Osteria Veglio, donde la comida local y el vino me recordaron que aquí el alma se sirve en copa y plato. Está invitada al Valle de Guadalupe.
De Piemonte me llevé mucho más que botellas. Les dejé una bebida que llamé PieMontillo: Amaro, espresso y piel de naranja. Me llevé calma, perspectiva, sabores que no se olvidan y conexiones que cruzan fronteras. Y todo en una región que, aunque famosa, sigue siendo accesible, acogedora y profundamente auténtica. Piemonte no solo se bebe. Se vive. Y ya quiero regresar.
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