En un país marcado por el dolor del conflicto armado, donde el silencio fue durante décadas la única respuesta al sufrimiento de miles, Rosalina Tuyuc Velásquez emergió como una de las voces más firmes, valientes y necesarias de Guatemala. Activista indígena kaqchikel, madre, hija, viuda, sobreviviente y símbolo de resistencia, Rosalina ha dedicado su vida a una lucha que va mucho más allá de lo personal: la búsqueda de verdad, justicia y dignidad para miles de mujeres y familias afectadas por la guerra civil.
La historia de Rosalina está tejida con pérdidas profundamente dolorosas. En 1982, el ejército secuestró a su padre. Tres años después, su esposo corrió la misma suerte. Desde entonces, ella no ha dejado de buscar. Pero su lucha no se quedó en la tragedia individual: la transformó en acción colectiva. En 1988 fundó, junto a otras mujeres, la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA), una organización que se convirtió en faro de justicia y esperanza en medio del dolor.
Conavigua no solo ayudó a romper el silencio en torno a las desapariciones forzadas y la violencia sexual durante el conflicto —que dejó más de 200.000 muertos y 45.000 desaparecidos—, también dio a conocer al mundo las fosas comunes, los cementerios clandestinos y las historias silenciadas de miles de mujeres. “Es duro abrir una fosa clandestina y no encontrar al familiar, pero una de las grandes satisfacciones es ayudar a otras familias a encontrar a sus muertos”, ha dicho Tuyuc.
Su trabajo no se limita a la exhumación de cuerpos. Rosalina ha sido un pilar en la construcción de memoria y dignidad. Lideró la creación del Centro de la Memoria Histórica de las Mujeres en San Juan Comalapa, donde miles fueron víctimas de desaparición forzada. En su cosmovisión maya, no hay descanso sin un entierro digno. Gracias a sus esfuerzos, más de 300 familias han podido dar sepultura a sus seres queridos.

Pero quizá uno de sus logros más impactantes ha sido empujar a mujeres indígenas a alzar la voz. Durante años, miles callaron los abusos y violaciones cometidas por militares. Rosalina ayudó a transformar ese silencio en denuncia. En los años 90, 32 mujeres mayas se atrevieron a enfrentar a sus agresores en los tribunales. Ese acto de valentía allanó el camino hacia una de las sentencias más emblemáticas en la historia del país: el caso Sepur Zarco, donde se reconoció oficialmente la esclavitud sexual como crimen de guerra.
“No solo era hablar del esposo y del hijo desaparecidos… era hablar también de lo que a ellas les pasó”, recordó Tuyuc. Y gracias a ese testimonio colectivo, Guatemala cuenta hoy con una base legal para perseguir crímenes atroces cometidos contra mujeres indígenas.
Rosalina también llevó su lucha al plano institucional. En 1995 fue electa diputada del Congreso guatemalteco, donde impulsó leyes en favor de los derechos humanos. Más tarde, en 2004, fue nombrada presidenta de la Comisión Nacional de Resarcimiento. Desde ahí, buscó tender puentes entre las víctimas y el Estado, aunque nunca dejó de denunciar las fallas y limitaciones del sistema.
La ONU la describe como “una luz para todas las mujeres”. La Fundación Niwano de Japón le otorgó en 2012 el Premio de la Paz. Francia la reconoció con la Orden Nacional de la Legión de Honor. Pero Rosalina no necesita medallas para validar su lucha. Ella misma lo dice con claridad: “No hay paz sin justicia”.
Hoy, a sus más de 60 años, continúa trabajando con comunidades rurales, promoviendo la educación, el liderazgo femenino, y la soberanía alimentaria. Conavigua ha formado a miles de mujeres, muchas de ellas abuelas que aprendieron a leer y escribir ya adultas. “Ya no solo ponen su huella”, dice con orgullo.
Rosalina Tuyuc no ha detenido su búsqueda. Sigue excavando con fuerza en la tierra y en la memoria. Sigue gritando por las que ya no están, y por las que aún tienen miedo de hablar. Su vida es testimonio de que el amor, la dignidad y la justicia son más fuertes que el miedo y el olvido.
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