La noticia cayó como un batazo al alma. El pasado 28 de julio de 2025, Ryne Sandberg, ícono eterno de los Cachorros de Chicago y miembro del Salón de la Fama del béisbol, falleció a los 65 años tras una dura batalla contra el cáncer de próstata metastásico. Su partida dejó un vacío profundo, no solo en el mundo del deporte, sino en los corazones de quienes crecieron viéndolo brillar con humildad, entrega y una grandeza que nunca necesitó alardes para imponerse.
Sandberg no solo redefinió cómo se juega la segunda base. Redefinió lo que significa ser grande en silencio, ser leyenda sin estridencias. Su presencia serena, su ética de trabajo inquebrantable y su amor por el juego lo convirtieron en un referente para generaciones que entendieron que el verdadero talento se mide en constancia, no en espectáculo.
Nacido el 18 de septiembre de 1959 en Spokane, Washington, Ryne Dee Sandberg parecía destinado al éxito desde sus días en la secundaria North Central, donde destacó en tres deportes: béisbol, fútbol americano y baloncesto. Aunque había firmado con la Universidad Estatal de Washington para jugar fútbol, su destino cambió cuando los Filis de Filadelfia lo seleccionaron en la vigésima ronda del draft de 1978. Aquel joven atleta, que parecía tener el futuro dividido en caminos distintos, apostó por el diamante. Y qué fortuna que así fue.

Su paso por los Filis fue breve. Un solo hit con ese uniforme —curiosamente, en el Wrigley Field, que luego sería su santuario— antes de ser incluido en un cambio que parecía menor, pero que marcaría la historia del béisbol: fue traspasado a los Cachorros junto con Larry Bowa, en un movimiento que aún hoy se considera uno de los más afortunados para la franquicia de Chicago.
Sandberg debutó como tercera base titular en 1982, pero fue en la segunda base donde encontró su trinchera definitiva. Rápidamente comenzó a construir una carrera de ensueño: nueve Guantes de Oro consecutivos, siete Bates de Plata, diez selecciones al Juego de Estrellas y el premio al Jugador Más Valioso de la Liga Nacional en 1984.
Ese año, precisamente, marcó un antes y un después no solo en su vida, sino en la de los aficionados. El 23 de junio de 1984 quedó grabado como “El Juego de Ryne Sandberg”, una jornada épica en la que conectó cinco hits, empujó siete carreras y pegó dos jonrones claves ante el legendario cerrador Bruce Sutter. Fue más que una hazaña deportiva: fue una revelación. El chico callado se había convertido, de un día a otro, en el rostro visible de una franquicia necesitada de esperanza.
Chicago, una ciudad que a menudo vive entre la nostalgia de lo que fue y lo que pudo ser, encontró en Sandberg una razón para soñar. Durante 16 temporadas, Ryne se convirtió en sinónimo de consistencia. Bateó para promedio de .285, acumuló 282 cuadrangulares (277 como segunda base, récord en su momento), 1,061 carreras impulsadas y 344 bases robadas. Su defensa rozaba la perfección: 123 juegos consecutivos sin error y un porcentaje de fildeo de .989, récord para su posición.
Pero más allá de las cifras, lo que lo volvió inmortal fue su forma de estar: callado, siempre listo, siempre humilde. “Nunca se conformaba”, recordó Larry Bowa, su excompañero. “Siempre tomaba rodados extra, más práctica de bateo. Nunca lo veías sin estar preparado”.
Ryne fue más que un jugador estelar; fue el corazón palpitante de los Cachorros durante una era en la que el equipo intentaba reencontrarse con su mística. Lideró al equipo a la postemporada en 1984 y 1989, y aunque los sueños de Serie Mundial quedaron truncos, su rendimiento nunca defraudó: bateó .385 en playoffs, dejando en claro que también brillaba cuando más se le necesitaba.
En 1990, volvió a sorprender al mundo al conectar 40 jonrones, una cifra inaudita para un segunda base en ese entonces. También ganó el Festival de Cuadrangulares del Juego de Estrellas de ese año, justo en su casa, en el Wrigley Field.
Tras su retiro en 1997, los Cachorros retiraron su número 23 y en 2005 fue exaltado al Salón de la Fama. Nunca se alejó del juego. Fue mánager de ligas menores con los Cachorros, y luego dirigió a los Filis entre 2013 y 2015. Su amor por el béisbol nunca se apagó, y su presencia era habitual en los entrenamientos de primavera o en las transmisiones deportivas, compartiendo sabiduría sin buscar protagonismo.
El cáncer lo alcanzó a finales de 2023. Lo anunció públicamente, con la misma serenidad con la que enfrentaba un batazo complicado. Durante su tratamiento, compartió mensajes de fortaleza y esperanza con los fanáticos que tanto lo adoraban. En junio de 2024, en el 40 aniversario de su juego más emblemático, los Cubs develaron una estatua en su honor frente al Wrigley Field. Ahí, rodeado de familia, amigos, jugadores y fanáticos, Sandberg compartió unas palabras que ahora resuenan con aún más fuerza:
“Hoy mis pensamientos están centrados en el amor, la vida, la familia y los amigos. Siento ese amor ahora. Siempre estuvo ahí. Pero yo estaba demasiado ocupado tomando 60 rodados extra cada mañana para notarlo. Somos quienes somos, y eso era yo. Los quiero mucho”.
Fue una despedida disfrazada de homenaje. Fue, también, la forma en que Ryne Sandberg nos dejó otra enseñanza: que la vida se trata de entrega, sí, pero también de saber detenerse a mirar lo que hemos sembrado.
Su legado es inmenso. En Chicago, su nombre está tallado en la memoria de quienes lo vieron jugar, de quienes llevaron su número en camisetas raídas, y de quienes soñaron con batear o fildear como él. Su imagen está eternamente congelada en posición defensiva frente al Wrigley Field, como si aún estuviera ahí, preparado para una rola más, para una jugada imposible más.
Ryne Sandberg no solo marcó a los Cachorros. Marcó a toda una generación que entendió que el verdadero brillo no necesita ruido. Fue un héroe silencioso, un caballero del diamante, una estrella que eligió brillar desde el compromiso, la disciplina y el respeto.
Hoy, su partida nos llena de tristeza, pero también de gratitud. Porque fuimos testigos de su grandeza. Porque lo vimos convertir lo ordinario en extraordinario. Porque, aunque ya no esté entre nosotros, su eco seguirá escuchándose cada vez que un niño tome un guante con amor, o cuando alguien diga, con el corazón en la voz: “Yo crecí viendo jugar a Ryne Sandberg”.
Hasta siempre, Ryno. Gracias por enseñarnos que la grandeza también se puede susurrar.
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