Por: Dra. Michele Dewar
Si bien se dice que ser madre no es una tarea fácil, que los hijos no vienen con un manual y cada hijo es distinto en todos los sentidos. Ser mamá cambia nuestras vidas por completo, nos llena de nuevos objetivos y sentimientos que no habíamos experimentado y se empieza una etapa llena de nuevas experiencias, aprendizaje, pero sobre todo llena de emociones al conocer un amor tan puro e incondicional.
Como madre, estás al cuidado de tus hijos las 24 horas del día, pendiente de satisfacer todas sus necesidades fisiológicas, de alimentarlos lo más sano posible, de que no les falte nada. Y dependiendo de la edad o etapa por la que atraviesen, ayudarlos o apoyarlos en sus tareas y actividades. Esto es en el día a día, pero mientras transcurren los días también organizas esas vacaciones en familia que tanto anhelan, esas fiestas para celebrar sus cumpleaños, reuniones con sus amigos, excursiones escolares. Vas visualizando su futuro y procurando tengan las herramientas necesarias para elegir una buena carrera entre muchas cosas más. Nada se compara con la paz de saberlos sanos y salvos bajo tu cuidado y que realizas lo mejor que puedes el rol de madre.
¿Pero qué pasa cuando la salud de tus hijos no está en tus manos? ¿Cómo cambia tu vida cuando nace un hijo con alguna discapacidad o una enfermedad congénita? ¿Qué haces cuando después de varios años descubres en tu hijo adolescente una enfermedad de nacimiento y nunca la detectaste?
Estoy segura de que somos millones las madres en esta situación. Y no sé si a todas les pase igual pues cada condición es diferente, pero creo que a todas nos pasa por la mente en el primer día que te enteras de que un hijo está enfermo y en automático te haces consciente de tu propia mortalidad y por primera vez empiezas a desear con toda tu alma que puedas vivir muchos años para siempre poder cuidar de tu hijo pues sientes que nadie lo cuidaría como tú.
Cuando tu hijo se enferma, te das cuenta de que muchos niños también se enferman y están en la misma situación y que no todos se recuperan de la misma manera o no tienen acceso a los mismos tratamientos para recuperar su salud o mantenerla estable. Empiezas a valorar que eres privilegiada al tener los recursos necesarios para ofrecerle lo mejor a tu hijo.
Hasta que un hijo se enferma comprendes el dolor tan intenso de cualquier otra madre o padre en la misma situación. Ese dolor que no lo cura nada, que duele hasta la médula de tus huesos y se te dificulta respirar hasta que poco a poco aprendes a sobrellevarlo. Te das cuenta de que no hay dolor más grande que ver un niño enfermo que no entiende muchas veces porque le pasa esto a él. Que un niño enfermo paraliza a cualquiera y que verlo sufrir o con dolor es de lo más desgastante que hay.
Hasta que se enferma un hijo comprendes cuando en redes sociales se hacen cadenas de oración y entiendes la desesperación de los padres para que todos pidan por su salud. Muchas personas lo ven mal, que no respetan la privacidad del enfermo, que no tienen por qué evidenciarlo o nadie tiene porque saber que están enfermos.
Hasta que se enferma un hijo te das cuenta de que lo que la gente pueda decir, opinar o criticar, pasa a no importarte nada, y pasas a creer ciegamente que, entre todos, la oración será más poderosa. De la misma manera cuando piden algún apoyo económico para solventar algunos gastos y después critican si lograron salir de vacaciones, cuando es bien sabido que las vacaciones son parte del tratamiento de cualquier enfermedad. Hacer reír al enfermo y la distracción son fundamentales para su recuperación.
Cuando un hijo se enferma se detiene el mundo y comprendes que nadie ni nada es más importante que vivir y disfrutar la vida a diario. Te das cuenta de que darías lo que fuera por verlo sano, hasta tu vida misma. Crees fielmente en que Dios escuchará tus oraciones y a diario pides ese milagro que tanto anhela tu corazón. Al mismo tiempo deseas con toda el alma que pronto encuentren la cura a todas las enfermedades.
Cuando un hijo enferma te vuelves más empático y quieres ayudar a todo ser humano en tu misma situación. Como médico quisiera conocer la historia completa de cada niño enfermo y así juntos buscar mejores opciones de tratamiento. En mi caso mis conocimientos de medicina han sido muchas veces fundamentales para sacar adelante a mi hijo (pero esa es otra historia) pero es bien sabido que los padres del enfermo se vuelven especialistas en el tema y que aprenden tanto que hasta llegan a diagnósticos y tratamientos incluso más certeros que el mismo médico tratante (como la película de “Lorenzo’s Oil”).
Al tener un hijo enfermo en casa te das cuenta cómo cambia tu manera de pensar, como no quieres ni puedes hacer muchos planes a largo plazo por la incertidumbre de saber cómo estará el estado de salud en un futuro. Entiendes a cada familia con un hijo enfermo sobre como tienen que planear a la perfección las vacaciones, llevar consigo en el viaje un mini hospital ambulante con maletas llenas de medicina, insumos y equipos médicos. Como tienes que saber si en la ciudad a la que vas cuentan con apoyo para casos de emergencia, a donde acudir a rellenar un tanque de oxígeno portátil, máquinas de diálisis y hemodiálisis, por citar algunos ejemplos. O bien, si al hotel al que llegas cuenta con espacios diseñados para que puedan deslizarse bien en sillas de ruedas con espacios amplios (en especial los baños).
Hasta que tienes un hijo enfermo aprendes que no solo el paciente sufre, ni siquiera solo los padres y el enfermo, sino que expertos en psicología aseguran que los hermanos son los que más dolor experimentan y tienen que aprender a sobrellevar la situación muchas veces sin tomarlos tanto en cuenta. No descuidemos a los hermanos que también llevan en su corazón mucho dolor e incertidumbre.
La vida te cambia en ese preciso segundo en que escuchas entre nubes el diagnóstico del médico… sigues al pie de la letra cada instrucción, realizas cada examen de laboratorio y estudios de todo tipo para llegar al diagnóstico y tratamiento más exacto. Llega un momento después de años en que te dicen que ya no hay más que hacer, que solo es cuestión de seguir así y esperar a ver qué pasa.
Fue ahí que como madre y doctora surgió la inquietud de querer agotar todas las posibilidades de brindar a mi hijo lo mejor para recuperar su salud, o bien, mejorar su calidad de vida, empecé por interesarme en la medicina regenerativa y antienvejecimiento con células madre y a acudir a cursos para certificarme.
Este verano inició su tratamiento con más de 300 millones de células madre y exosomas por vía intravenosas, y, tengo la certeza que pronto podré contarles una historia de éxito con lujo de detalles con un encabezado que diga: ¡¡¡¡El milagro que tanto anhelé por fin llegó!!!!
Agradezco a todos los que, con sus conocimientos médicos, apoyos económicos, palabras de aliento, apoyo emocional, abrazos sinceros y oraciones nos han acompañado. Gracias de todo corazón.